El mapa de los anhelos

—Me gusta —aclaro conjugando en presente.

He pensado a menudo en la razón por la que Lucy le pidió a Grace que escribiese en un papel todo aquello que le encantaba, supongo que porque lo guardo y lo he leído tantas veces que me lo sé de memoria, y creo que era un ejercicio de consciencia. Casi todas las casillas del juego derivaban en actos que no siempre estaban encadenados a encontrar respuestas de forma clara. Si no hubiese sido tan sutil quizá no hubiese funcionado. Y he llegado a la conclusión de que, en este caso, era una especie de recordatorio, un toque de atención para que pusiese el foco en sí misma.

?Cuántas veces pensamos que nos gusta algo tan solo porque durante a?os ha sido así? O, al contrario, nos negamos a volver a probar cosas que descartamos hace una eternidad cuando nosotros ya no somos los mismos y la persona que tomó esas decisiones tan solo vive en el pasado, como las estrellas que vemos cada día.

Parar y valorar todo tu mundo no es fácil. ?Te sigue gustando la misma decoración o la ropa que compraste hace cinco a?os? ?Tienes los mismos intereses que entonces? ?Te preocupan las mismas cosas? ?Qué es lo que te define ahora, no hace un a?o ni ayer?

—Creo que a tu padre lo hará muy feliz —dice mi madre.

—Sí, pensé que le gustaría. —Me sacudo las manos.

—?Eso significa que te irás pronto? —adivina ella.

Asiento con la cabeza. Sonríe y me palmea la espalda antes de volver a entrar en casa. Hace frío. Noviembre ha llegado con su aire gélido para tirar las últimas hojas que temblaban en las ramas de los árboles y, aunque es pronto, en algunas tiendas ya empieza a anunciarse la venta de abetos de Navidad. Tengo la sensación de que es hora de moverme antes de que el frío congele todas mis buenas intenciones.

Y no dejo de pensar en Grace. La imagino en ámsterdam, en Londres, en París, en Roma o en Florencia. La veo recorriendo calles, descubriendo el mundo mientras también se descubre a sí misma, y me pregunto cuánto la marcará esta aventura, porque he vivido lo suficiente para saber que uno no vuelve igual después de un viaje así.



Entro en la dichosa gasolinera.

Doy una vuelta por los pasillos. A estas alturas, si me contratasen para trabajar allí, no tendría ningún problema a la hora de reponer el producto porque sé exactamente dónde va cada cosa. Al final, como no cojo nada, voy directo al mostrador. George está allí. Me mira con esa expresión neutra que usa con todos los demás clientes, como si no me conociese. Se?alo los dónuts que hay tras un cristal.

—Ponme un par de esos.

—?De chocolate?

—Sí. Y también uno de fresa.

—De acuerdo.

Lo veo coger los dónuts con unas pinzas y meterlos en la bolsa de papel. Recuerdo al George del instituto, con la cara llena de acné y unas gafas parecidas a las que lleva en estos momentos. Los signos propios de la pubertad han desaparecido, pero a simple vista no ha cambiado demasiado; sin embargo, parece más seguro de sí mismo, no encoge los hombros ni baja la cabeza cuando alguien le habla. Lleva un anillo de boda en la mano y me pregunto qué será de su vida, si tendrá hijos o se sentirá feliz.

Tomo aire mientras presiona una tecla de la caja registradora.

—Oye, George… —Levanta la vista sorprendido de que me dirija a él por su nombre, a pesar de que en la placa del uniforme lo pone—. Lo siento.

Una media sonrisa alza su mejilla.

—No era tan difícil, eh.

—Ya.

—Toma, unos caramelos de regalo.

Deja un pu?ado encima del mostrador.

—Esto… gracias —contesto.

—No hay de qué. ?Siguiente!

Y me aparto a un lado para que avance la se?ora que está a mi espalda en la cola. Permanezco unos segundos algo confuso mientras me alejo hacia el Jeep. Enciendo la calefacción, aunque he descubierto que falla más veces de las que funciona, una de las consecuencias de comprar un coche por impulso. Pero me gusta igual. Sigo sintiéndome cómodo en él. Conduzco despacio por las calles residenciales y, cuando llego a mi destino, veo salir de la casa de al lado a un tipo alto que derrocha soberbia al caminar. Va mirando el móvil y no distingo bien su rostro, pero hubiese reconocido a Josh en cualquier parte tan solo viéndolo desde atrás. Me planteo apretar el acelerador para llegar hasta él. ?Y luego qué? Decirle quizá algo del tipo: ??Cómo es posible que la amistad que mantuvimos desde ni?os te importase tan poco??. Estoy a punto de hacerlo cuando me arrepiento. Piso el freno. No tiene sentido que le pregunte eso porque ahora entiendo que nosotros jamás fuimos amigos, tan solo ?asociados?; encontramos en el otro lo que andábamos buscando, seguridad o halagos, lo mismo es. No tengo nada que decirle. No hay nada que hablar. Es una calle sin salida que no pienso recorrer.



—Mira ahora. Se ve estupendamente. Está muy despejado.

Me inclino para acercarme al telescopio. Ahí está Saturno con sus majestuosos anillos. La noche es tan clara que creo que puedo ver la División de Cassini. Por un instante, vuelvo a sentirme como cuando era peque?o, con una paz inmensa extendiéndose por mi pecho al recordar que estoy vivo.

Pasamos así el rato, mi padre con una cerveza en la mano y yo con una lata de Dr. Pepper. Conseguimos ver la Nebulosa de Orión, que a simple vista parece una mancha algodonosa, y contemplamos ensimismados la superficie irregular de la Luna.

Es casi de madrugada cuando guardamos el telescopio.

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