El mapa de los anhelos



Suelto el aire contenido mientras contemplo la instantánea. Lucy está radiante delante de la escalera de la casa de los Peterson. A su derecha posa una amiga con un vestido largo y azul. Y a la izquierda está Grace, imagino que porque sus padres le pedirían que se pusiese para la foto; viste unos vaqueros y una camiseta que deja al descubierto su ombligo. Me quedo mirándola tanto rato que, cuando aparto la vista, me siento mareado. Mareado y más seguro que en mucho tiempo, como si de golpe las cosas se hubiesen colocado mágicamente en su lugar.

Lucy tiene razón. Lo jodido es nadar.





56


Grace


Detesto Londres los primeros tres días y, a partir del cuarto, empiezo a enamorarme de la ciudad. Sí, me resulta fría y un poco hostil, pero es fácil cogerle el punto cuando te rindes y te adaptas a ella. Te conviertes en una más de las muchas personas que la habitan y se mueven cada día por sus calles con la mirada al frente y paso seguro, como si tuviesen muy claro hacia dónde se dirigen. Yo también finjo hacer eso. Y al final me pregunto si no estaremos todos fingiendo.

En Londres me derrumbo un poco en contraste con lo cómoda que me sentí en ámsterdam. Me cambio de hostal tras pasar las primeras noches compartiendo el ba?o del pasillo con un grupo de chicos belgas que no atinaban a mear dentro del retrete. Me aseguro de pagar más para tener un servicio propio y me mudo a la otra punta de la ciudad para encontrar un dormitorio minúsculo de suelo enmoquetado por el que las cucarachas corretean a sus anchas. Es su reino, no tengo dudas. Lloro. Lo hago subida a la cama y me planteo llamar a mis padres, al abuelo o incluso a Will; con él esto hubiese sido mucho más divertido, algo anecdótico que contar a?os después. Consigo contenerme. Los siguientes días como hamburguesas, comida india, libanesa, china, coreana… Lo bueno de Londres es que, en cierto modo, lo tiene todo. Paseo por Hyde Park y St James’s, los jardines me trasmiten algo romántico y melancólico y me gusta escribir ahí mi diario. La tercera noche que duermo en la habitación, hago un esfuerzo mental para racionalizar mi miedo a las cucarachas; al fin y al cabo, solo son insectos inocentes, no tienen la culpa de su fealdad, es probable que también estén asustadas y me consideren una intrusa. Duermo mejor. Visito la National Gallery. Empiezo a frecuentar la zona de Camden. Me compro un plumífero porque el frío llega con fuerza a la ciudad y me pilla desprevenida. Por las noches, antes de dormir, acostumbro a contar minuciosamente el dinero que me queda y a revisar la planificación del viaje. Sue?o con Will y me despierto con los ojos llenos de lágrimas, aunque, por más que lo intento, no consigo recordar qué era lo que estaba so?ando. Voy a mercadillos de todo tipo de cosas y me compro una cámara analógica de segunda mano que es preciosa. Visito Notting Hill y recuerdo las veces que vi la película de Julia Roberts y Hugh Grant junto a mi hermana. Me hago amiga de un se?or que lleva sombrero y se sienta todos los días a leer en el mismo banco. Y, la guinda del pastel, encuentro una pista de patinaje a la que voy en varias ocasiones.

Cuando me despido de Londres, ya casi me he encari?ado con las cucarachas.





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Will


Regreso a casa un martes cualquiera sin avisar. Mi madre parpadea confundida cuando me ve en la puerta y, a continuación, como si acabase de recibir una descarga eléctrica, se aparta para invitarme a entrar y me agasaja con sus cuidados. ??Quieres tomar café??, ?qué buen aspecto tienes, hijo?, ??te apetecen unos pastelitos de calabaza??, ?puedes quedarte a cenar, pensaba preparar pollo al horno con patatas?.

—Está bien, me quedaré —le digo.

Ella abre mucho los ojos, como si no pudiese creérselo, y yo me siento tan mal que se me revuelve el estómago. Encuentro a mi padre en el comedor con una tónica en la mano mientras ve un partido de los Nebraska Cornhuskers. Ella no tarda en anunciarle las buenas noticias y él me mira con cierta desconfianza. No lo culpo.

—?Necesitas dinero? —pregunta cuando nos quedamos a solas.

—No.

—?Y entonces por qué estás aquí?

—Me apetecía venir a veros.

Mi padre alza las cejas y asiente.

—Ah. Vale.

La cena no es exactamente incómoda pero sí extra?a. Mamá no para de hablar en ningún momento y resulta demasiado evidente que se esfuerza por no dejar huecos en los que pueda colarse el silencio. Es difícil seguirle el ritmo y me veo respondiendo a todas sus preguntas para intentar complacerla. Papá se mantiene más callado, aunque me mira con atención cuando les hablo del Jeep que me he comprado y de la caravana en la que vivo. Ya lo sabían, pero nunca había entrado en detalles.

—?Y cómo siguen las cosas por Ink Lake?

—No ha cambiado mucho. Es tranquilo.

—?Piensas quedarte allí más tiempo?

—No estoy seguro…

Es la verdad. No sé muy bien qué hago en casa de mis padres y adónde iré después, pero he dejado el trabajo en el pub y solo he pagado por adelantado el alquiler de este mes de la caravana.

Cuando terminamos de cenar, mamá insiste en sacar los pastelitos de calabaza y nos sentamos en el salón. La chimenea está encendida, aunque todavía estamos a mediados de octubre. Creo que ninguno de los tres sabemos qué decir, así que nos limitamos a mirarnos, a carraspear y a preguntar cosas obvias.

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