Bruja blanca, magia negra

—A que no has visto a la última cita de Ivy, ?eh? —le pregunté, abriendo los grifos y agarrando el jabón. La ventana estaba completamente negra y nos devolvía una imagen distorsionada de Jenks y mía.

 

Rex se subió a la encimera de un salto y yo le salpiqué cuando vi que se acercaba a la crisálida.

 

—?No! ?Gata mala! —le gritó Jenks azuzando al animal para que bajara al suelo. Yo, con el brazo mojado, lo tapé con una de las enormes copas de co?ac del se?or Pez, que seguía en siempre jamás. Si la próxima vez que fuera me lo encontraba muerto, me iba a cabrear de lo lindo. Ya había pasado una semana desde que no iba debido a la delgadez de mi aura, al menos eso era lo que argumentaba Al. Personalmente, creo que estaba intentando amansar a Pierce y no me quería por allí, echándolo todo a perder.

 

—No te pongas así, Jenks. Solo está haciendo lo que haría cualquier gato —dije mientras el pixie le echaba una bronca de campeonato a la impenitente bolita de pelo naranja. Ella miró a su diminuto due?o con ojos de corderito degollado lamiéndose las costillas y agitando la punta de la cola.

 

—?No quiero que se la coma! —respondió elevándose en el aire para ponerse a mi altura—. ?Podría convertirse en un sapo o en algo aún peor! ?Por las bragas de Campanilla! ?Probablemente está llena de magia negra!

 

—No es más que una mariposa —dije secándome las manos y bajándome de nuevo la manga.

 

—Sí, claro. ?Y quién te dice que no tiene colmillos y está sedienta de sangre? —farfulló.

 

Agarré a la gata y le acaricié las orejas. Quería asegurarme de que seguíamos siendo amigas. Rex no se había quedado observándome desde el umbral de la puerta en toda la semana y, en cierto modo, lo echaba de menos. Cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que, sin querer, había caído en las redes de Al. Pierce quería un cuerpo y Al podía proporcionárselo. No era difícil imaginar que ambos habían llegado a un acuerdo. Sustancia a cambio de vasallaje. De ese modo, ambos salían ganando. Al conseguía un familiar útil, mientras que Pierce no solo ganaba un cuerpo, sino también la posibilidad de verme una vez a la semana. Y, conociendo al fantasma, probablemente pensaba que, antes o después, encontraría la manera de escapar del yugo de Al, dejándome a mí en medio para que pagara las consecuencias. Hubiera apostado cualquier cosa a que una buena parte del enfado y los bramidos de Al por haberle arrebatado a Pierce eran fingidos. Al fin y al cabo, había sido yo la que había realizado el hechizo que él había pervertido para conseguir que la maldición funcionara.

 

El hecho de que Pierce se encontrara en el cuerpo de Tom Bansen era simplemente nauseabundo y, para colmo, se lo había hecho a sí mismo. No me extra?aba que el apuro en el que se encontraba no despertara mis instintos rescatadores. ?Será imbécil! Averiguaría lo que había pasado el sábado cuando acudiera a mi cita con Al.

 

En ese momento me llamó la atención el suave tintineo del cascabel de Rex y, justo antes de dejarle que bajara al suelo, me quedé mirando el hermoso objeto. De pronto levanté las cejas al ver el juego de espirales y remolinos en él tallados. Era idéntico al de la campana que encontró Trent en siempre jamás. Hasta aquel momento no me había fijado.

 

—Ehhh… ?Jenks? —pregunté, sin poder dar crédito—. ?De dónde sacaste este cascabel?

 

Se encontraba en lo alto de la caja con las cosas de mi padre, haciendo cu?a para intentar abrirla.

 

—Me lo dio Ceri —dijo, resoplando—. ?Por qué?

 

Cogí aire para decirle de dónde provenía, pero entonces cambié de opinión.

 

—Por nada —respondí, dejando que Rex se bajara de mis brazos—. Es que me ha parecido realmente singular. Eso es todo.

 

—Bueno, ?y qué hay en la caja? —preguntó él, rindiéndose y poniendo los brazos en jarras.

 

Sonreí y crucé la cocina.

 

—Los hechizos de mi padre. Deberías echarle un vistazo a algunas de sus cosas.

 

Mientras Jenks y yo conversábamos fui sacando algunos artilugios y utensilios envueltos para que él los desempaquetara. Jenks, por su parte, revoloteaba por el interior de los armarios en busca de huecos y recovecos donde meterlos mientras sus alas perdían gradualmente su tono rojizo para adoptar su habitual color grisáceo. Era mejor que una linterna para saber lo que había en la parte posterior de un armario.

 

—Oye, Jenks —dije dejando una caja de alfileres y amuletos de líneas luminosas sin invocar en el fondo del cajón de los cubiertos—. Esto… siento mucho haberte pegado al espejo de mi ba?o con seda de ara?a.

 

—O sea que ?te acuerdas de eso? —dijo—. Sin duda contribuyó a que me resultara más fácil tomar la decisión de tumbarte con el hechizo para olvidar. —Seguidamente, tras dudar unos instantes, a?adió—: Lo siento de veras. Solo intentaba ayudar.

 

La caja estaba vacía y, al no ver las tijeras de Ivy, deslicé mi cuchillo ceremonial por el precinto para plegarla y evitar que la reina del reciclaje me echara la bronca.