Humo yespejos

De ni?a, había trabajado en la feria, y me habían asustado entonces, los habitantes del bosque. Les decía la buenaventura a los que iban a la feria, viendo su futuro en un charco de agua quieta; y, después, ya mayor, en un disco de cristal brillante, el revés totalmente plateado, un regalo de un mercader cuyo caballo extraviado había visto en un charco de tinta.

 

Las personas que tenían los puestos en la feria tenían miedo de la gente del bosque. Solían clavar sus mercancías en las tablas desnudas de sus puestos; clavaban en la madera con clavos grandes de hierro los pedazos de pan de jengibre o los cinturones de piel. De no hacerlo, decían, los habitantes del bosque los cogerían y escaparían, mordisqueando el pan de jengibre robado, agitando los cinturones a su alrededor.

 

Sin embargo, la gente del bosque tenía dinero; una moneda por aquí, otra por allá, a veces estaban manchadas de verde por el tiempo o la tierra, y el rostro que aparecía en la moneda resultaba desconocido incluso para los más ancianos de nosotros. También tenían cosas para comerciar, y así la feria continuaba, al servicio de los marginados y los enanos, al servicio de los ladrones (si eran cautos) que se aprovechaban de los escasos viajeros de las tierras del otro lado del bosque, o de los gitanos o de los ciervos. (Lo que era un robo a los ojos de la ley, ya que los ciervos eran de la reina.)

 

Los a?os pasaron despacio y mi gente aseguraba que yo les gobernaba con sabiduría. El corazón seguía colgado sobre mi cama, latiendo despacio en la noche. Si había alguien que lloraba a la ni?a, no vi indicio alguno: ella era un ser aterrador, en aquel entonces, y creían estar mejor sin ella.

 

Una Feria de Primavera seguía a la otra: pasaron cinco, cada una de ellas más triste, más pobre, de peor calidad que la anterior. Cada vez venía menos gente del bosque a comprar y a los que lo hacían se les veía apagados y lánguidos. Los vendedores dejaron de clavar las mercancías en las tablas de sus puestos. Al quinto a?o, sólo un pu?ado de gente vino del bosque, un grupo temeroso de hombrecitos peludos, y nadie más.

 

El Se?or de la Feria y su paje vinieron a verme cuando terminó la feria. Le había conocido un poco, antes de ser reina.

 

—No vengo a ti como a mi reina —dijo.

 

Yo no dije nada. Escuché.

 

—Vengo a ti porque eres sabia —continuó—. Cuando eras una ni?a encontraste un potro extraviado mirando en un charco de tinta; cuando eras una doncella encontraste a un ni?o perdido que se había alejado de su madre, mirando en ese espejo tuyo. Sabes secretos y buscas cosas escondidas. Mi reina —preguntó—, ?qué se está llevando a la gente del bosque? El a?o que viene no habrá Feria de Primavera. Los viajeros de otros reinos son cada vez más escasos, la gente del bosque casi ha desaparecido. Otro a?o como el anterior y nos moriremos de hambre.

 

Le ordené a mi sirvienta que me trajera mi espejo. Era un objeto sencillo, un disco de cristal con el revés plateado, que guardaba envuelto en una piel de gamo, en un arcón, en mi aposento.

 

Me lo trajeron y miré en él:

 

Ella tenía doce a?os y ya no era una ni?a. Aún tenía la piel pálida, los ojos y el pelo negros como el carbón, los labios rojo sangre. Llevaba la ropa que había llevado cuando dejó el castillo por última vez —la blusa, la falda—, aunque estaba muy ensanchada, muy remendada. Por encima llevaba una capa de piel y en vez de botas llevaba bolsas de piel, atadas con correas, sobre sus pies diminutos.

 

Estaba en el bosque, de pie junto a un árbol.

 

Mientras la observaba, en el ojo de mi mente, la vi avanzar y pisar con sigilo y revolotear y caminar sin hacer ruido de árbol en árbol, como un animal: un murciélago o un lobo. Estaba siguiendo a alguien.

 

Era un monje. Llevaba puesta una arpillera y tenía los pies descalzos y duros y cubiertos de costras. Su barba y su tonsura eran largos, descuidados, sin afeitar.

 

Ella lo observaba escondida detrás de los árboles. Al final, él se detuvo para la noche y empezó a hacer un fuego, poniendo ramitas, rompiendo el nido de un petirrojo para conseguir astillas. Llevaba una caja de yesca en sus vestiduras y golpeó el pedernal contra el acero hasta que las chispas prendieron la yesca y el fuego llameó. Había encontrado dos huevos en el nido y se los comió crudos. No debieron de ser comida para un hombre tan grande.

 

Se quedó ahí sentado, a la luz de la lumbre, y ella salió de su escondite. Se puso en cuclillas al otro lado del fuego y le miró fijamente. él sonrió, como si hiciera mucho tiempo que no veía a otro ser humano, y le hizo una se?al para que se acercase.

 

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